Te Busco Volando en el cielo
Sergio Durany Herzig
Copyright © 2009, by Natura Selection Nº Registro: B3339-08 ISBN: 978-84-613-6571-5 Depósito legal: B-46202-2009 Impreso en: Artes Gráficas Torres, S.L. C/ Morales, 17 08029 Barcelona
Copyright © 2009, by Natura Selection Nº Registro: B3339-08 ISBN: 978-84-613-6571-5 Depósito legal: B-46202-2009 Impreso en: Artes Gráficas Torres, S.L. C/ Morales, 17 08029 Barcelona
Su
teléfono móvil sonó como siempre, estridente y con una melodía un tanto
hortera. Ella nunca le había dado importancia a ese detalle. Sabía
perfectamente que no era lo más apropiado para una mujer de su estilo pero, aun
así, no la había cambiado. Rápidamente lo buscó en su bolso para evitar que
siguiera sonando. No fue fácil teniendo en cuenta el tamaño del bolso y la
cantidad de cosas que siempre llevaba dentro. Estuvo rebuscando un largo rato
mientras la situación se hacía algo tensa debido a la insistencia del sonido.
Al fin lo pescó.
Al
ver quién era en la pantalla, ladeó ligeramente la cabeza para que su
conversación resultara algo más privada. Una maliciosa y secreta sonrisa
iluminó su rostro.
Una
vez acabada la conversación y mientras deslizaba la silla hacia atrás, pidió
excusas al resto de comensales y se dirigió al baño. Allí, con el cerrojo ya
echado, se bajó lentamente sus bragas blancas por debajo del ceñido vestido
negro sin necesidad de descalzarse, las arrugó y las escondió en su bolso. No
llevaba medias, era verano y sus piernas lucían un suave bronceado. Antes de
salir se miró en el espejo y se gustó.
Había
cumplido los deseos de su amado John. Le encantaban esos juegos.
Nora
regresó a la mesa con sus clientes anodinos y aburridos. Era simplemente una
cena más de trabajo a las que asistía regularmente. Pero ahora, estar sin ropa
interior, con las piernas semiabiertas bajo la mesa, delante de todos, la
excitaba y le hacía la velada mucho más distraída. Apenas prestaba atención a
las conversaciones, su mente ya no estaba ahí, pero lo disimulaba muy bien.
Su
profesionalidad acabó una interminable hora y media después, buscó un taxi
ansiosamente y se despidió cortésmente de sus clientes mientras abría la puerta
del coche. Deseaba llegar pronto a casa y fundirse con su amado, desde su
llamada sólo pensaba en eso y la estaba quemando por dentro.
Cuando
entró en la habitación, lo halló dormido con la luz de la mesita encendida y la
televisión sintonizada en un canal de viajes. Se desnudó silenciosamente, fue
al baño y, al volver, antes de deslizarse dentro de la cama, apagó la luz y el
televisor.
Ya
entre las blancas sábanas, lo buscó con toda su dulzura .Lo encontró
rápidamente ya que la pasión seguía intacta entre ambos después de cuatro años.
Gran parte de su complicidad se basaba en el sexo: se saciaban mutuamente de
todo lo que ambos querían y sentían.
Eran
las ocho de la mañana y como cada día a esa hora sonó el despertador. Les
encantaba dormir, pero Nora tomo la iniciativa y salto de la cama.
Se
fue a la ducha. La puerta del baño entreabierta de su agradable apartamento
urbano permitía a John observarla en silencio. Ése siempre era un gran momento
para él.
Verla
desnuda sin que ella se diera cuenta, observando minuciosamente cada detalle,
le permitía calibrar cuánto la deseaba y quería.
Aún
en la cama, se dejó llevar por el placer que le proporcionaban sus
pensamientos. Sentía que tenía la mujer que siempre había querido, amigos,
familia, dinero. A sus treinta y siete años tenía mucha vida por delante, se
sentía sano y con mucha vitalidad, sabía también que era un triunfador. Todo
encajaba en su puzzle vital
Desde
luego era vanidoso, manipulador y egoísta, aunque esa parte la omitía porque,
aun sabiéndolo, no le gustaba reconocerlo. Tampoco se complicaba con temas
existenciales, era un hombre práctico y de acción. Quería que todo en su vida
estuviera como a él le gustaba.
Mientras
Nora se vestía bromeaba sobre el análisis de esperma que debía hacerse John esa
mañana. No lograba quedarse embarazada y querían descubrir las posibles causas.
Debería masturbarse, llenar uno de esos botes transparentes con tapa roja y
llevarlo rápidamente al laboratorio.
Ya
solo en casa y todavía en la cama, vencida la desidia, decidió que había
llegado el momento. Le daba mucha pereza, hacía ya tiempo que había dejado de
masturbarse y más después de haber tenido relaciones esa noche. Poco a poco fue
encontrando la inspiración y, después de unos relativamente largos movimientos,
acabó. Fue algo complicado acertar en el bote.
Después
de una rápida ducha, vestirse y tomar un café, ya estaba en su pequeño
automóvil con su trofeo en el bolsillo de su americana. John siempre había sido
un tipo elegante, traje negro de Tom Ford, camisa blanca sin corbata, zapatos
de cordones y sus inseparables gafas de sol que le protegían siempre de los
demás.
Al
subir la rampa de su garaje con su coche miro al cielo y comprobó que el día
era espléndido, aumentó el volumen de la música y bajó la ventanilla. Ese era
siempre un gran momento para él, un nuevo día por delante para vivirlo
intensamente.
No
es que le gustara especialmente la velocidad, pero ese día tenía que estar
pronto en el laboratorio para entregar la muestra. Un mensaje llegó a su móvil
y lo sacó torpemente del bolsillo: era del despacho y de los largos. Mientras
conducía intentó leerlo, en apenas los pocos segundos en que despegó la vista
de la calle para fijarla en la pantalla del teléfono, una mujer cruzó por
delante de su coche. Imposible reaccionar.
Todo
pasó muy deprisa, pero en su memoria quedarían registrados todos los detalles
para siempre, hasta la canción que sonaba en aquel momento: el sonido del
golpe, su corazón disparado, sus pasos hacia ella mientras el horror del miedo le
dejaba sin pensamientos, la certeza de no haber vuelta atrás, de querer
desaparecer, de huir.
Una
mujer en avanzado estado de gestación estaba inconsciente sobre el asfalto,
apenas sangraba. Se agachó y le cogió la mano fría… no sabía qué más hacer. Había
muchas personas a su alrededor, pero ningún médico. La ambulancia no tardó en
llegar aunque a él le pareció una eternidad. Después de preguntar a qué
hospital se dirigían se quedó, inmóvil, confuso, las piernas apenas lo
sostenían. La lucha entre la razón y la angustia apenas le dejaban razonar.
Las
luces azules del coche de la policía seguían girando mientras los agentes
preguntaban y anotaban los detalles del accidente. Apenas podía responder.
Sabía que toda la culpa era suya, que él tenía el semáforo en rojo cuando ella
fue a cruzar. ¡Cómo había podido distraerse tanto y provocar esa tragedia por
una estupidez como esa! Ahora esa era su realidad y resultaba imposible
cambiarla como siempre había hecho cuando algo no le gustaba.
Decidió
que su obligación y necesidad era acudir al hospital donde le habían indicado y
saber cómo estaba esa mujer, no podía ni quería hacer otra cosa. Una hora más
tarde John llegó. La nicotina de algunos cigarrillos circulaba ya por su
sangre.
Supuso
que lo mejor sería entrar por Urgencias y así lo hizo. Preguntó por una mujer
accidentada pero, al no tratarse de un familiar, no obtuvo respuesta alguna.
Simplemente se sentó en la sala de espera sin ningún propósito tan solo quería
estar ahí.
Permaneció
así casi una hora. En todo ese tiempo su móvil no había dejado de vibrar en su
bolsillo, nadie sabía nada de él pero lo último que quería era explicar lo
sucedido, era como si así sin contarlo no fuera tan real.
No
pensaba. No sentía. Estaba en Shock.
Se
levantó y volvió a preguntar a la enfermera. Esta vez contó su desgraciada
participación en el accidente y le informaron de que la mujer estaba en
quirófano sin más detalles. De nuevo se sentó, esta vez más lejos .Salió a
fumar, hacía calor. Al buscar su paquete de tabaco en el bolsillo se dio cuenta
de que el botecito transparente todavía estaba allí, y lo tiró a la papelera.
Era
fácil adivinar quiénes eran su marido, sus padres, hermanos y amigos a medida
que iban llegando. Ellos no podían saber quién era él ¿cómo iban a saberlo?
Pasar inadvertido entre tanta gente le aliviaba. Podía observar sin sentirse
mal.
¿Qué
debía hacer?, se preguntaba tímidamente, una y otra vez sin obtener respuesta.
Sólo sabía que quería permanecer ahí mientras suplicaba a no sabía quién que no
fuera nada muy grave.
La
tarde pasaba sin que él tuviera noción del tiempo.
El
sol ya empezaba a ponerse, pronto oscurecería.
Ahora
estaba prácticamente solo en la sala de espera, únicamente quedaba una mujer
joven que acompañaba a una anciana en silla de ruedas y dos hombres solos como
él. Nora apareció a la vez que la noche, después de que finalmente le contara
por teléfono lo sucedido.
Lo
abrazó. John lloraba, apenas podía respirar, quería hablar pero cuanto más lo
intentaba más lágrimas caían.
Por
mucho que Nora intentó convencerlo para que se fuera a casa con ella y volviera
más tarde o al día siguiente, él se negó. Fueron a la cafetería,
afortunadamente no había casi nadie, no hubiera soportado gente a su alrededor.
Sólo hablaba ella, en un intento desesperado por distraerlo y sacarle unas
palabras.
Salieron
afuera a fumar otro cigarrillo.
Nora
decidió hacerse cargo de la situación y fue a informarse de todo cuanto pudo.
El
estado de la mujer era grave, había sufrido una hemorragia interna, se había
roto el fémur por tres partes y había perdido a su bebé de siete meses. En ese
momento se encontraba en la UVI. Su vida no corría peligro pero estaba grave.
¿Grave pero su vida no corría peligro? Nora nunca había entendido esa jerga
médica.
Le
repitió con todo detalle el informe a John intentando a la vez sacar
importancia al diagnostico, pero ambos sabían que no podían disimular la
desgracia de la pérdida del bebe.
Siempre
se habían respetado mucho mutuamente y ahora debía aceptar su decisión de
querer permanecer solo en el hospital en ese estado tan penoso para ella.
Aunque le causara confusión y preocupación se marchó dejándolo de nuevo solo.
Serían
las cuatro de la madrugada cuando John se despertó. Ahora no quedaba nadie en
la sala de espera. Salió a respirar y a fumar de nuevo. Su rostro empezaba a
reflejar el cansancio.
Al
regresar a su asiento se encontró frente a una pareja de jóvenes, él con
tatuajes en los brazos. John arqueó las cejas en forma de saludo pero ninguno
de los dos se lo devolvió.
No
tenía hambre pero si sed, notaba su boca seca. Metió una moneda en la máquina y
esta le devolvió una botella de agua.
Eran
las cinco de la madrugada. Pronto amanecería y John se durmió de nuevo.
Así
transcurrió todo el día siguiente, apenas comió ni se aseó en esos dos días.
Sólo fumaba y esperaba. Nora seguía respetando su proceso, tan solo alguna
llamada en la que conseguía comunicarse con él, la tranquilizaba algo.
Al
fin por la mañana temprano, la subieron a planta, habitación 212. John subió más
tarde.
Ahora
el escenario que le rodeaba era algo distinto, tenia ventanas desde donde podía
ver el cielo y para fumar debía usar el ascensor. Permaneció de nuevo sentado
hora tras hora. La vida se había detenido para él.
Las
visitas a la 212 se sucedían con frecuencia, ahora todos sabían quién era ese
hombre sentado no muy lejos, pero nadie se dirigía a él.
Gracias
a Nora su lamentable aspecto cambió algo: consiguió que unos tejanos, un polo y
unas zapatillas deportivas sustituyeran al traje negro, camisa y zapatos, a la
vez que también se aseara un poco en un baño cercano.
Sería
la tercera noche que pasaba en el hospital pero alrededor de la una de la
madrugada, John se levantó y se dirigió a la habitación. Ningún familiar estaba
presente.
Se
encontraba delante de la puerta donde indicaba el numero 212. Dudó por unos
eternos segundos. Finalmente la abrió. Permaneció inmóvil con la puerta
semiabierta sin entrar del todo. Estaba lejos para poder observarla con
detenimiento, pero tampoco quería hacerlo. La cerró de nuevo y se marchó, esta
vez a su casa.
Ya
en el taxi, mientras su cabeza apoyada en la ventana miraba a ninguna parte,
tuvo la certeza y el miedo de que ya nunca más volviera a ser el mismo de
antes. Se sentía transformado, ya que todas esas emociones eran nuevas para él,
solo deseaba llegar a su casa para refugiarse.
Nora
se asustó al oír que la puerta se abría, pero rápidamente se alegró al verlo.
Corrió hacia él y lo besó con un largo abrazo. Lo primero que necesitaba era
una ducha, así que lo acompañó al baño, lo desvistió con amor, abrió los
grifos, comprobó la temperatura del agua y lo guió hacia dentro. Su aspecto
dejado y agotado reflejaba su angustia.
El
agua resbalaba por su cabeza a la vez que lloraba. Los cristales se iban
empañando.
Con
olor a recién salido de la ducha, afeitado, el pelo mojado hacia atrás y los
ojos rojos se metió en un suave pijama blanco. Ceno una sopa de arroz con mucho
queso rallado. Ya en la cama abrazó a Nora y se durmió sin hablar, estaba
ahogado.
Debió
de dormir catorce horas seguidas. Cuando abrió los ojos y vio el tono de la luz
que entraba por la ventana supo que debía de ser por la tarde. Estaba solo. Una
nota en la nevera decía «Te quiero. Vuelvo pronto». Regresó a la cama con un
cenicero y mientras fumaba los pensamientos se agolpaban en su cabeza. Más
tarde un impulso le condujo al garaje, donde estaba aparcado su pequeño coche
de color negro.
Todavía
en pijama entró y cerró la puerta. Apoyó las manos en el volante y comenzó a
recordar una y otra vez cómo había sucedido todo, intentando absurdamente
buscar una explicación, una justificación al accidente. Subió al apartamento de
nuevo y se duchó.
Un
largo paseo sin rumbo le reconfortó un poco, cuanto más caminaba mejor se
sentía. Ya estaba anocheciendo, quería regresar y estar con Nora.
Tomaron
una cena ligera. Casi no hablaban, sólo se miraban. Nora sabía bien lo que
debía hacer y era simplemente estar.
Esa
noche no durmió tres horas seguidas. Por la mañana, después de desayunar,
decidió que debía volver al hospital y enfrentarse a la verdad.
Averiguó
que se llamaba Sara, que tenía treinta y siete años y llevaba dos casada con
Max. El hijo que había perdido iba a ser el primero.
Ambos
sabían perfectamente quiénes eran cada uno. John estaba delante de Max, sus
ojos apenas podían mirarlo a la cara pero al fin se sobrepuso y pronunció con
enorme dolor una sola palabra: «Perdonadme». No hubo respuesta alguna como
tampoco la hubo cuando pregunto por el estado de su mujer, ante el silencio
doloroso sin apartarse la mirada mutuamente, John se giro y se marchó.
Había
acudido en busca de un perdón que lo aliviara rápidamente de su culpa. Hubiera
sido demasiado fácil, lo sabía pero quiso intentarlo.
Otro
taxi lo condujo de nuevo a casa, no quería tocar su coche. Nora lo esperaba,
sabía y que tal vez la necesitaría
cerca.
Ya
había pasado un mes desde el accidente, solo salía de casa para unos cortos
paseos. Su vida se reducía a ir de su cama al sofá blanco del salón, apenas
comía, su mirada solía estar perdida en el horizonte por una gran ventana.
Escuchar música y ducharse a menudo era su
actividad preferida.
Su
familia y amigos podían comprender que ser el protagonista de un accidente así
era doloroso y traumático, pero afortunadamente Sara se estaba recuperando y
sobre su embarazo frustrado preferían no hablar, ya que era un tema de difícil
colocación en sus argumentos. Así pues les costaba entender el estado de John,
lo juzgaban desproporcionado. Ahora era un desconocido para ellos. No entendían
que John se había sumergido en los infiernos del alma, en las tinieblas del
corazón, donde el dolor no se puede localizar ni curar. Donde la vida cambia de
sentido hacia una dirección que aterra sin conocer el destino ni el final.
Depresión
exógena postraumática fue el diagnóstico al que le sentenció un psiquiatra
amigo de sus padres. Antidepresivos y sedantes. Cada día que pasaba, John
sentía que sus padres, hermanos y amigos, así como los familiares de Nora, le
resultaban de alguna manera invasores y distantes. Hasta Nora se convirtió en
una molestia incómoda para John, a pesar del amor que sentía por ella. Quería y
necesitaba estar solo.
El
tiempo pasaba tan lentamente que era agónico ver pasar los destellos del sol
hasta el ocaso y luego la oscuridad de la noche día tras día. Así no quería
vivir, eso lo sabía, pero un miedo atroz a tomar una decisión lo paralizaba.
Esa
mañana dos pastillas le dieron la fuerza para hacer la maleta hacia un lugar
que hacía dos días había decidido en secreto y sacado los billetes por internet
sin apenas pensarlo.
El
destino era Cabo Verde, un conjunto de islas situadas frente a la costa de
Senegal, concretamente escogió la isla de Sal. ¿Por qué ese país? No tenía ni
idea, sólo quería huir. Había oído hablar de ellas a un amigo y tampoco estaban
muy lejos.
Antes
de cerrar la puerta dejo una nota en la mesa de la cocina. No pensó en la pena
ni el desconcierto de Nora. Tan solo sabía que quería huir.
Previa
escala en Lisboa y tras cinco horas de vuelo, llegó a las dos de la madrugada,
hora africana. No tenía visado así que tuvo que hacer una larga cola para
conseguirlo. Cambió algo de dinero y cogió un taxi para ir al hotel que días
antes había reservado. Una habitación desangelada le esperaba. Por lo olores,
la temperatura, la gente, sabía que estaba en África. Sus viajes anteriores a
ese continente se lo confirmaban.
Durmió
bien. Apenas tenía ropa, sólo la que pudo poner en su pequeña maleta, además de
un libro, sus auriculares para la música y un cartón de tabaco en su mochila.
Había
olvidado su neceser. Sin ducharse salió para comprar algo de aseo y tomar un
café.
El
sol empezaba a calentar con fuerza. Niños, casas sin acabar, caminos de tierra,
apenas coches. Una tienda, curiosamente de un chino, le permitió comprar todo
cuanto necesitaba para sentirse limpio. Quería un café rápido o tendría que
fumar en ayunas.
No
era fácil conseguirlo. Había caminado tanto que ya empezaba a sudar.
Al
fin encontró uno con un cierto estilo europeo. Tomó otro café y volvió al hotel
para ducharse no sin antes saborear lentamente cada calada de su segundo
cigarrillo.
Nora
vio la nota sobre la mesa que John había dejado antes de marcharse. Intuía que
no sería una nota de amor como las de antes, sino todo lo contrario.
«Queridísima
Nora, ni yo sé lo que pretendo, tan sólo que volveré lo antes posible porque te
quiero.»
Se
tumbó en la cama. Más tarde abrió el armario para ver cuánta ropa y qué maleta
se había llevado. Al ver que casi no faltaba nada, se tranquilizó un poco.
En
Sal toda la actividad del pueblo giraba en torno a la escasa pesca y a la
playa, así que paseaba sin rumbo por esa zona. Dormir, tumbarse al sol y
caminar eran sus actividades principales. Apenas hablaba con nadie, tan solo
esos diálogos corteses para pedir comida o bebida o alejar a los vendedores de
todo tipo de souvenirs que acechaban por la calle sin cesar.
No
sabía bien cuántos días llevaba ya en la isla, pero eran unos cuantos, de eso
estaba seguro. No quiso llevarse su móvil, así que no había contactos de ningún
tipo con su mundo.
Una
potente erección le sorprendió una mañana al despertarse. Ya no podía acordarse
de su último orgasmo. Casi era mejor así, ya que el último fue aquella mañana
que cambió su vida. Otro día sin apenas nada que hacer le esperaba.
Al
día siguiente decidió alquilar un coche y visitar la isla. Era un día de nuevo
soleado y ventoso. Ese maldito viento que azotaba sin perdón. Apenas un árbol,
palmeras o simples arbustos. Todo era de un monótono tono arenoso. Era una isla
muerta en vida donde hacía un calor sofocante.
Serían
alrededor de las cinco, cuando llegó a un puerto abandonado donde antiguamente
los barcos cargaban sal, muy apreciada por entonces y que daba nombre a la
isla.
Esqueletos
de barcos se apilaban unos junto a otros fuera del agua, al fondo las torretas
de carga yacían caídas mientras otras se mantenían todavía en pie. El techo
derruido del almacén se mezclaba con las piedras que lo aguantaban. Sin duda
debió de tener mucha actividad en su momento.
Una
iglesia minúscula, también de madera y algo torcida ya por el tiempo, le invitó
a salir del coche y caminar. Así descubrió, un poco más abajo, unas catorce
casas y una escuela que habría creído abandonada si no fuera porque unos niños
todavía jugaban sin apenas luz. Encendió un cigarrillo y mientras lo saboreaba
sintió que se encontraba bien en aquel nuevo lugar.
Regresó
al día siguiente con sus escasas pertenecías pero esta vez en taxi .Pago lo que
le pidió el taxista y se bajo del coche. Una mujer se cruzó en su camino y
aprovechó para preguntarle por un posible alojamiento. La extrañeza en su
rostro era evidente pero, inesperadamente, le indicó un lugar.
Así
fue como John se instaló en Calao.
Se
alojo en una casa de madera color verde, donde un matrimonio ya abuelos
alquilaban habitaciones.
La
habitación no tenia baño ni ducha, la ventana daba a la escuela y el porche
impedía que el sol abrasara la estancia. El colchón de tan gastado resultaba
muy blando como a él le gustaban.
No
salía del cuarto, tan solo para dar algún paseo cuando el sol no castigaba
tanto al atardecer. Desayunaba temprano y cenaba justo a la caída del sol. Los
diálogos se reducían a buenos días y buenas noches.
Las
pastillas que había llevado consigo y que apaciguaban su sufrimiento se
acabaron, así que los miedos y ansiedades empezaron a devorarlo lentamente día
tras día. No lograba unos momentos de tranquilidad. Nada le importaba ni
interesaba, su aspecto menos. El desespero se retroalimentaba y su dolor era
cada vez mayor y más intenso. Los días tenían cien horas.
Tras
varios días de agonía y desespero, un pensamiento se abrió paso de golpe entre
muchos otros. Era el de acabar con su vida. Nunca antes se hubiera podido
imaginar que una idea así le pasaría a él. A otras personas sí, pero a él
jamás. Y ahora le parecía la única manera de huir de sí mismo y abandonar su
cuerpo y con él su dolor.
No
podía mirarse en el espejo ya que le devolvía su rostro y tomar conciencia de
sí mismo.
¿Dónde
estaba ese hombre tan seguro de sí mismo, ese hombre apuesto, triunfador, que
jamás antes había sentido ese sufrimiento?
Necesitaba
urgentemente la compañía de alguien que le alejara, aunque temporalmente, de
sus pensamientos. La única distracción cercana era el matrimonio de la casa.
Salió
de su cuarto y simplemente se sentó al lado de ambos en el porche sobre una
mecedora. Así fue como empezó una relación carente de conversaciones, basada
simplemente en la compañía silenciosa.
Octavio,
así se llamaba, era un hombre ya mayor delgado y con el pelo blanco, imposible
calcular su edad, su cara reflejaba la dureza como pescador de un pequeño bote
que ahora ya no podía manejar. Amelia, era grande, algo obesa con el pelo largo
y negro. Apenas sobrevivían con la pequeña ayuda que sus tres hijos les
proporcionaban desde la capital. Pero parecían felices con lo poco que tenían.
Unos
días después, Octavio, con la sabiduría que da la edad para comprender que la
actividad seria su mejor remedio se decidió a hablar con él.
Le
propuso trabajar en la escuela ya que necesitaba una reforma importante. Acepto
rápidamente con una ligera subida de hombros a la vez que afirmaba con un gesto
de la cabeza mientras estrechaban sus manos. Se acostó por primera vez desde su
llegada hacia ya una semana con ganas de que amaneciera.
Empezó
por barrer las aulas, limpiar los cristales, los baños, todo lo que veía sucio.
Había tantas cosas por tirar que rápidamente amontonó una enorme cantidad de
residuos inútiles. Pudo conseguir pintura blanca y empezó a pintar. Lo peor
eran los techos. Sus hombros no podían aguantar más de tres minutos seguidos
así que tenía que ir parando muy a menudo. Hacer dos cosas a la vez, pensar y
trabajar, era más llevadero que sólo pensar.
Ahora
agotado, cada noche dormía mejor. Después de dos semanas la escuela parecía otra.
Y él también: estaba moreno, como un isleño más, se sentía fuerte y algo más
alegre y seguro.
Qué
lejos sentía a ese otro John, el que jamás se planteo nada sobre su existencia,
ahora veía su vida pada como vulgar, vacía, carente de contenido, sin consistencia,
era como si hubiera pasado de puntillas por todo. Ciertamente había sido más
feliz que ahora pero sabía que esa felicidad era por inconsciencia, que no
había sido una vida autentica ni real. Se juro a si mismo que lucharía por no
dejarse llevar por el ego o la ambición y volver a vivir y sentir como lo había
hecho. Tenía que descubrir el verdadero sentido de su vida si es que tenía
alguno.
Sabía
desde hacía muchos días que debía escribir un correo a Nora y se sentía mal por
ello pero realmente no sabía porque atrasaba esa carta. Era como si no quisiera
saber nada de su pasado.
Cada
vez que Nora abría su ordenador y no encontraba noticias de John se desesperaba
y entristecía. Poco a poco su desesperación y tristeza se fue convirtiendo en
cólera y su hasta entonces comprensión y respeto se tornó en una crítica feroz
que contaba con el apoyo de amigos y familia. Ahora le parecía egoísta e
inmaduro. Hacía ya más de dos meses que no sabía nada de él, tan sólo
justificaría y comprendería su silencio si algo realmente grave le hubiera
ocurrido, lo cual por otra parte también la hacía sufrir. También resultaban
desagradables las visitas o llamadas continuas a la policía desde la denuncia
de su desaparición pero ya casi era rutina.
Además,
el juicio estaba previsto para dentro de diecisiete días y su abogado insistía
en la importancia del caso así como en la necesaria presencia de John.
Una
tarde Nora, después de pensarlo tantas y tantas veces en todos estos dos meses
guiada por un impulso incontrolado se decidió por lo que le parecía una locura
pero necesidad a la vez. Llamar a Sara.
Era
tal la necesidad y el deseo por encontrar consuelo y respuestas a la ausencia y
silencio de John que se dejo llevar por su instinto. El accidente con Sara era
la causa por la que John había desaparecido de su vida y pensó que si conseguía
hacerse su amiga y obtenía el perdón podría ayudar a John de alguna manera.
Sus
dedos temblaban al teclear los números del teléfono que su abogado le había
conseguido. No sabía si colgaría o lograría hablarle.
Sara
aceptó verla en cuanto oyó su petición. Ella era así no entendía de rencores
pero si de tristeza. Esa rápida respuesta a Nora le pareció admirable.
No
pudo evitar sentirse muy nerviosa hasta que llegó el día del encuentro. Cuando
se conocieron, se sintió fascinada por esa mujer, no sólo por su belleza sino
por su forma de ser, alegre, natural, espontánea, a momentos parecía como si
nada hubiera sucedido.
Apareció
con muletas y su pierna todavía cubierta por el yeso, asomaba por unos tejanos
cortados. Llevaba una camiseta de tirantes sin sujetador que dejaba apreciar
unos senos todavía jóvenes, su pelo era rubio y ondulado, sus ojos eran verdes,
de mirada penetrante, sus labios, carnosos. Una sola chancla mostraba un pie precioso.
Todo en ella era belleza. Tan sólo habían pasado unos meses del terrible
accidente que había provocado su marido y ella no dejaba de sonreír contagiando
a Nora su alegría.
Ese
primer encuentro debió durar tres horas. No hablaron del fatídico día pero si
de sus vidas y como no, de la ausencia de su amado John que tan terriblemente
preocupada la mantenía día tras día. Era evidente que Sara había perdonado y
asumido lo ocurrido y no guardaba rencor, se diría incluso que hasta sufría por
lo que imaginaba estaba pasando John. Eso a Nora la reconfortaba mucho y creía
que si a John le llegara ese sentimiento de Sara también le ayudaría mucho a
él.
A
ese primer encuentro le seguirían más. De esos ratos compartidos fue surgiendo
una complicidad callada, a veces un tanto misteriosa.
Cada
día era mayor la necesidad y el deseo de verse, de estar juntas. Ambas en estos
meses habían recorrido un camino tortuoso, con grietas, precipicios y trampas
pero estaban saliendo adelante y estaban orgullosas de ello a la vez que
alegres por su complicidad. Perdonar, comprender y casi olvidar era su logro.
Nora
nunca quiso conocer a Max, el marido de Sara, ni ella compartirlo con Nora,
simplemente no querían y evitaban hablar de ello. Intuían que era mejor así.
Sólo ellas dos. Pero los efectos de esa relación eran inversamente
proporcionales a la relación entre Sara y Max que jamás pudo entender que su
mujer tuviera esa amistad con la mujer del tipo que mato a su bebe.
Las
olas rompían con fuerza y el sol reforzaba más el blanco de las olas sobre la
arena. Era un baño de los que nunca se olvidan, intensos, fríos, bravos,
vitales. Saltaban una y otra contra las olas como niñas pequeñas. Ese ejercicio
era la recuperación perfecta para Sara, su pierna cada día estaba más fuerte apenas
ya había diferencia entre ambas extremidades. Jadeando de cansancio y frio se
tumbaron al sol, casi a la vez se sacaron el sujetador del biquini. Respiraban.
La mano de Nora cogió la de Sara, y ésta la apretó con fuerza.
John
estaba al fin delante del ordenador en un cibercafé de la capital, las manos
apoyadas en el teclado no se movían, se sentía tan culpable por no haber dado
noticias hasta ese momento que no sabía cómo justificarse. Al fin empezaron a
verse las primeras palabras dirigidas a Nora. Una hora más tarde salió más
tranquilo del bar.
Ahora
su trabajo en la escuela, una vez acabada la reforma, era jugar con los niños,
era como un entrenador de nada en especial pero de todo a la vez, también
mantenía el orden y la limpieza. Había pocos alumnos, tan sólo una veintena de
diferentes edades y sexo. De entre todos, el nieto de Octavio, José, era su
preferido. Con él pescaba y jugaba. Tenía doce años. Que sencilla era su vida
ahora.
La
luz se cortaba cada noche a las once, después la oscuridad era total así como
el silencio, tan solo roto por los ladridos de algún perro famélico.
Su
cabeza empezaba a serenarse. Había aprendido a convivir con los fantasmas que
atacaban por la espalda, con el miedo que paraliza, con la nostalgia y la
melancolía de tiempos mejores, con la culpa. Todavía tenía que aprender a conocerse y saber que quería hacer realmente
con su vida ya que desde luego ahora no era el mismo John. Contemplar las
puestas de sol le hacía tomar conciencia del paso de los días y a la vez que
pronto debería tomar una decisión.
Esa
hora llego un viernes así que lamentándolo mucho por Octavio y Amelia, así como
por su joven amigo José sintió que había llegado el momento de volver. Le dio
un largo y sentido abrazo a cada uno. Mientras se abrazaba a cada uno de ellos
no podía más que recordar tantos momentos vividos y cuan unido se sentía ahora
a ellos. Les estaba tan agradecido. Los quería de verdad y algunas lágrimas se
le escaparon con placer.
Cuando
Nora recibió el segundo correo de John anunciando su regreso, el corazón le dio
un vuelco. Lo releyó cuatro veces. Mientras encendía un cigarrillo sintió que
había llegado demasiado tarde y que algo entre los dos quizá ya se había roto
para siempre.
John
no tenía llaves, así que tuvo que llamar al timbre. Nora abrió la puerta con
una tremenda mezcla de sentimientos.
Delgado,
moreno, con barba y una sonrisa ladeada. Realmente tenía un aspecto magnífico,
pero totalmente distinto al que tenía cuando marcho. Se abrazaron en
silencioso, luego un amoroso pero distante beso. Ya estaba en casa. ¡Cómo
alguien tan cercano y querido podía transformarse en tan poco tiempo en esa
otra persona que ahora parecía que era John! El sentía el desconcierto de Nora
y sabía muy bien que no sería fácil retomar la relación como si nada hubiera
sucedido. Hablaron y fumaron sin parar. Cuando ella le contó su relación tan
intensa con Sara y del motivo que le llevo a llamarla, se quedo muy sorprendido
y extrañado pero a la vez le hacía sentir menos culpable, por eso le gustaba
que se hubieran conocido. Le contó de como Sara no le guardaba ningún rencor,
todo lo contrario, que incluso compartía la preocupación de Nora por cómo
estaba John.
Pasaban
los días y sus vidas se iban recolocando lenta y rutinariamente. Por otro lado
era curioso comprobar que nada había cambiado durante su ausencia. Todo seguía
y estaba tal cual se alejo de todo.
El
primer polvo llegó unos quince días más tarde, fue confuso, una mezcla de
pasión, rabia y amor.
Cada
día no hacía más que comprobar la tremenda pereza, desmotivación hasta ansiedad
que le producía tener que ir a su despacho y
disimular su estado. Ya no le encontraba sentido a seguir con aquella
forma de vida, aquella que apenas unos meses antes tanto le gustaba y que le
hacía sentir seguro y triunfador. Ese rollo no iba para nada ahora con él.
Aguanto así dos meses hasta que una noche ya en la cama se dijo basta, no podía
más y decidió intentar vender su empresa
a la mañana siguiente.
Solo
tardó dos semanas en encontrar comprador. No era ni mucho menos el valor real
de la compañía que John había creado ocho años atrás, pero si era mucho dinero,
así que aceptó la oferta rápidamente. Una parte la pagarían en efectivo cuando
firmaran ante el notario con el que siempre solía trabajar. Para muchas
personas esa cantidad en metálico hubiera sido un sueño, el resto sería en un
talón conformado. Ahora sería un tío asquerosamente rico.
La
noche de la firma lo celebraron tímidamente en casa. Esta vez lo hicieron en la
cama y ella logro alcanzar el orgasmo, pero mientras lo hacían ambos sintieron
que ya no era lo mismo y fingieron. Era mejor no hablar de ello, daba miedo
saber la verdad.
El
otoño se dejaba notar lentamente.
Necesitaba
estímulos, alicientes, retos nuevos en su vida y uno de esos era el de conocer
a Sara.
Lo
supo desde el día en que Nora le hablo sobre su nueva amistad con Sara, la
manera de hablar sobre ella de como la
describía de como la admiraba de incluso de como la quería. Sentía una
tremenda curiosidad por ella y además era a la que tanto daño había hecho, así
que ese era su reto conOcerla, sentirla, hacerla su amiga, ganar su perdón y
buscar en ello cierta paz. Le resultó fácil encontrar el teléfono de Sara en el
móvil de Nora. No podía haber otra Sara en su agenda.
Hacía
ya tres días que lo tenía en su poder pero no se decidía a utilizarlo, era como
si solo el mero hecho de tenerlo ya le reconfortara o quizás simplemente quería
alargar esa ilusión. Al fin un día oyó
la voz de Sara al otro lado. Colgó. Un minuto más tarde estaban hablando. No le
resulto fácil, empezó por una torpe presentación que se alargo demasiado, pero
poco a poco la conversación empezó a
fluir hasta que pasaron casi 40 minutos .Hablaron de todo con una
tremenda y rápida sinceridad hasta
con un punto de alegría y humor. Era exactamente como la había imaginado y
estaba fascinado. Realmente no guardaba ningún rencor al contrario parecía
preocupada de verdad por él. Parecía tan sensible, alegre, vital.
Sara
sabía que John había regresado por Nora, pero no esperaba esa llamada. Le
pareció un hombre tímido y frágil a la vez que interesante.
Llevados
por esa conversación tan espontánea se dejaron llevar por el momento y antes de
colgar decidieron verse al día siguiente. Los dos sentían que traicionaban a Nora
al no contárselo, no lo hablaron, cada uno tenía su motivo para callar.
Nora
no solía vomitar así que haber vomitado tres días seguidos sin ningún motivo le
pareció intrigante, tanto que sin dudarlo se miró los pechos en el espejo
mientras se los palpaba. Estaban realmente más grandes y tersos. No lo quería
ni imaginar pero prefirió salir de dudas y bajo a la farmacia.
Ya
tenía práctica con el predictor así que acertó a la primera. Encendió un
pitillo y a la cuarta calada el doble color rojo apareció en el aparatito. La
emoción luchaba con el miedo la ansiedad con la ilusión. Estaba embarazada, que
ironías de la vida.
Nunca
antes había sido infiel a John no tan solo eso sino que tan siquiera había
tenido ojos para nadie más. Siempre estuvo fascinada solo por él.
Pero
en uno de esos tantos días, en los que acudía al gimnasio para rellenar tiempo
durante la larga ausencia de John que había convertido su vida en aburrida monótona y triste donde después de la ducha y tomar algo en la
cafetería mientras esperaba a que su pelo mojado se secara ligeramente, donde conoció
al hombre que ahora la había dejado embarazada. Era ese tipo de hombres que
resultan tremendamente atractivos a las mujeres. Pelo corto y algo canoso por
la edad, estatura media, varonil, interesante, educado y con mucho sentido del
humor, algo que a Nora le encantaba.
Ya
fuera por su abandono, decepción o curiosidad, un día aceptó la invitación de
Tom para cenar en su casa. Nora sabía a lo que iba pero jugaba a no saberlo. La
sesión de sexo fue larga e intensa. Por qué negarlo… le encantó y no se sintió
nada culpable. Jamás volvieron a verse aunque él lo intentara en varias
ocasiones.
Nora
no entendía cómo pudo olvidarse de tomar precauciones. Quizás el vino de la
cena o lo bien que la sedujo Tom… sea como fuere ahora estaba en estado de ese
hombre al que apenas conocía. Si sus cálculos eran correctos estaba de dos
meses. Todo era cuestión de tiempo, la cuenta atrás había empezado y no tenía
intención de pararla. Así que John debía saberlo.
La
película era buena, pero Nora la miraba sin verla. No podía ocultar por más
tiempo la noticia de su embarazo así que sabiendo que el lugar no era el más
adecuado, se lanzó. Ladeó su cabeza para acercarse al oído de John, simplemente le dijo “estoy
esperando un hijo". Salieron a media película, era absurdo permanecer en
el cine después de una noticia como ésa.
Volvieron
andando a casa mientras le contaba todo con detalles. No buscaba el perdón ya
que nada temía perder. Había ocurrido y no había vuelta atrás, quería tener ese
hijo, así que lo expuso contundentemente, con firmeza y segura de su decisión:
o lo aceptaba o se separaban, estaba dispuesta a sacrificar su ya tocada
relación. Siguieron hablando en la cama hasta que el cansancio los abatió. Durmieron
abrazados.
Por
la mañana John espiaba la barriga de Nora mientras esta se lavaba los
dientes, pero apenas se notaba nada. Se
acerco por la espalda y la besó en el cuello. ¡Cómo le gusto aquel beso! Era
como si le dijera estoy contigo, no estás sola. Estaba muy contenta ya que
aceptar de esa manera la noticia lo hacía todavía un ser mas especial para
ella.
El
día estaba nublado. Desde el accidente John no podía conducir, así que Nora iba
al volante de camino al ginecólogo. Era la segunda visita. La ecografía hizo
que se apretaran la mano, esa señal confirmo que John aceptaba y respetaba su
deseo de ser madre en esas circunstancias.
Los
encuentros entre Sara y John todavía permanecían absurdamente en secreto, eran
momentos de paseos, de largas conversaciones, de consuelo. De dos personas que
se estaban abriendo al mundo real. No tenían nada que ver con esos encuentros
oscuros a escondidas de unos amantes. La atracción que pareció surgir entre
ambos por un tiempo pasó y ahora eran simplemente un hombre y una mujer unidos
por la vida.
El
embarazo no tardó en hacerse público. Sara fue la primera en saberlo, mucho
antes que los demás, y la única que supo la verdadera historia. Nunca se
molestó en dar explicaciones a nadie más. Todos creyeron que era un hijo
deseado y buscado por ambos.
El
día en que John vendió su empresa en la notaría, una puerta mal cerrada del
despacho permitió que una secretaria recién llegada llamada Laura observara
cómo contaban la parte en metálico según lo acordado. Nunca antes había visto
tanto dinero.
Laura
era una joven despistada en busca de madurez. Había cambiado de trabajo y de
hombres con la misma facilidad. Le estimulaba la vida nocturna, las emociones
intensas, los hombres duros que apenas la cuidaban. Parecía gustarle que la
trataran mal. Por eso ahora estaba liada con un tipo algo mayor para ella
llamado Jack, que trabajaba en un parking. Los porros, el sexo bruto y saber
que ese hombre escondía una vida turbia la hacían sentirse viva.
Ese
mismo día, mientras cenaban con unos amigos, Laura comentó la cantidad de
dinero que había visto en la notaría en el momento de la firma, sin que nadie
prestara una especial atención, tan sólo Jack se había quedado con las ganas de
saber más pero disimuló su interés y continuó con la velada esperando acabar
pronto.
Ya
en el piso de Laura empezó el interrogatorio. Al principio parecía mera
curiosidad por lo que, confiada, empezó a contar los pormenores de lo que había
visto y la posible cantidad de dinero que había sobre la mesa el día de la
firma. Su sorpresa fue cuando Jack le preguntó si tendría acceso a los datos
personales de John, a lo cual no sólo se negó Laura sino que se inquietó
ligeramente ante esa extraña pregunta. Días más tarde Jack obtuvo lo que
quería.
La
inactividad seguía presente en la vida de John. Sin más se dejaba llevar por
una suave corriente, a veces dolorosa, otras cómoda, sin saber adónde le
conducía. Pero a la vez empezaba a tener momentos en los que tenía la certeza
de saber que ése era el camino que debía y quería seguir y que una nueva vida
estaba abriéndose lentamente para él.
Mientras,
Sara se iba distanciando de Max a medida que entregaba su tiempo a sus cada día
más queridos John y Nora, era con ellos con los que disfrutaba. Reían,
paseaban, leían, se cuidaban los unos a los otros. Estaban bien así y no
necesitaban a nadie ni nada más.
Para
Nora su embarazo se convirtió en su ilusión, nada más tenía importancia en su
vida, se sentía feliz y se cuidaba. No le importaba lo más mínimo que no
tuviera padre, sólo sabía que ya quería locamente a su hijo. Le gustaba ver
cómo crecía su barriga cuando se miraba desnuda en el espejo del baño. Incluso
se veía sexy con esos quilos de más y esos poderosos pechos.
Un
sábado por la mañana el timbre de su puerta sonó. Nora estaba sola y acudió a
abrir.
Antes
de hacerlo comprobó por la mirilla que efectivamente fuera la entrega de la
compra del día anterior que estaba esperando del supermercado. Confiada abrió
la puerta.
Mientras
el individuo dejaba los productos sobre diferentes lugares de la cocina, Nora
fue a su habitación en busca de unas monedas como muestra de cortesía, cuando
regresó ese hombre tenía un cuchillo en la mano. Las monedas cayeron al suelo y
sus brazos arroparon su vientre en busca de protección para su bebé. En unos
segundos su boca quedó tapada por una cinta gris.
Ese
hombre era Jack y quería saber dónde se encontraba la caja fuerte que
supuestamente todo hombre rico siempre tiene en casa para guardar su dinero.
Nora empezó a temblar, parecía que sus piernas no la mantendrían en pie, no
reaccionaba. Un bofetón en la cara y cayó al suelo. Para levantarse fue
necesario que la mano de Jack tirara con fuerza de sus largos cabellos. Nora
casi no podía respirar.
Su
mente confusa no conseguía recordar la combinación. El clic fue la señal de que
se podría abrir. Jack apartó bruscamente a Nora y abrió la caja, pero apenas se
veía dinero, tan sólo unos cuantos fajos cogidos por unas gomas, eso era todo.
La furia se dibujaba en el rostro de Jack. El dedo meñique de la mano derecha
de Nora pareció de cristal al romperse con tanta facilidad ante la fuerza bruta
de Jack. Repetidamente le preguntaba dónde escondían el dinero. Nora sólo movía
la cabeza de un lado a otro negándolo mientras el terror la devoraba. Ella desconocía
que el dinero se hallaba en una caja de seguridad del banco. Después de muchos
intentos y tras entender que no había más dinero hizo lo mismo con el meñique
de su otra mano, luego y sin la más leve compasión, abrió la ventana de la
cocina, la levantó y la arrojó al vacío. Ese tío realmente era un hijo de perra
sin la más minina compasión.
Era
un tercer piso. La suerte y las ramas de un gran abeto salvaron la vida de Nora
pero no así la que estaba en camino. El portero se acerco corriendo hacia ella
y una vez a su lado mientras se agachaba saco su móvil y llamo a urgencias.
Habían
pasado siete días desde el terrible suceso. Nora se lamía las heridas junto a
John en silencio. Apenas podía hacer nada, tenía todo el cuerpo dolorido, ni
siquiera podía leer con sus dedos en cabestrillo. Sara acudía a diario a
visitarles y se quedaba a dormir la mayoría de las veces. Aunque todavía no
hacía mucho frío encendían la chimenea, cocinaban o veían películas, apenas
hablaban. El silencio era lo mejor. John y Sara dejaron de verse a solas.
Mientras,
John no hacía más que pensar en ese tipo que se había comportado de una manera
tan cruel y había destrozado la gran ilusión de Nora. Cuanto más pensaba en
ello, más alimentaba su odio. Ante su impotencia sólo le reconfortaba
imaginarse una y otra vez, de diferentes maneras, lo que haría con ese hombre
si lo encontraba. Ese pensamiento se fue transformando en una obsesión. Una sed
de venganza y crueldad hasta ese momento desconocida se apoderó de John. Tenía
dinero y tiempo, así que un día decidió actuar.
Contrató
los servicios del mejor detective, el más caro. Era un individuo corpulento de
unos cincuenta y tantos años, serio, que junto con su joven equipo le daban la
confianza que necesitaba para, como mínimo, intentar descubrir la identidad de
esa bestia, de ese ser repugnante al que quería ver sufrir. Y quería verlo
rápido. John siempre había sido un hombre de acción.
Un
mes más tarde sabía quién era Jack y dónde vivía Laura.
Nora
se recuperó físicamente pero moralmente estaba sin ánimos ni vitalidad. Ahora
estaba todavía más unida a Sara y ambas sentían que compartían el mismo dolor.
Sólo con ella se sentía a gusto.
John
no se inmutó cuando vio la factura del equipo investigador, sólo pensaba en
cómo solicitar unos servicios más especiales. No era fácil enfocar el tema. Al
hombre corpulento tantos años de trabajo le daban esa experiencia que le hacía
imperturbable y difícil de sorprender. Un número de teléfono anotado en una
hoja se deslizó por la mesa hasta John. Ésa fue la última vez que se vieron.
Seis
meses atrás John era un hombre feliz sin complicaciones, uno más en este
complejo enjambre humano, pero desde la mañana del accidente un eclipse
oscureció su vida y se apoderó de ella dejándole sin sombra. Ahora estaba
delante de una clase de individuos que jamás pensó que conocería para llevar a
cabo una acción que nunca antes imaginó que podría ser capaz de emprender.
Rápidamente
acordaron el precio, la mitad por adelantado y el resto a la entrega de la
mercancía, así es como llamaban a Jack. Les hacía gracia que un hombre como
John, adinerado y pijo, se estuviera metiendo en un lío como ése. Hasta le
tenían cierto respeto por la seguridad y el coraje que demostraba. Lo que
notaban es que a John le daba igual vivir o morir.
El
paquete se lo entregaron en un sótano húmedo y apestoso, con apenas la luz de
una mísera bombilla que colgaba del hilo y plagado de cucarachas que corrían
sin dirección. No tenía ni idea que era aquel lugar y no le importaba lo más
mínimo. Tanto los ojos como la boca y las manos de Jack estaban cubiertos por
la misma cinta adhesiva color gris que había usado él con Nora. Respiraba con
dificultad por la nariz y el ruido que emitía ponía más nervioso a John.
El
palpitar de John era intenso, estaba algo confuso, las piernas le temblaban
mientras bajaba las escalares, tenía la adrenalina disparada, en su mano
derecha un bate de béisbol. Quería que lo viera todo y le destapó los ojos con
dificultad ya que la cinta estaba pegada alrededor de toda la cabeza, pelo
incluido, con varias vueltas. La mirada de Jack se clavó en ese desconocido que
sujetaba el bate ya entre sus manos. Permanecieron así hasta que el bate partió
su rodilla izquierda y se desplomó en el suelo.
La
respiración ahora era entrecortada y el sonido de su nariz más fuerte.
John
no tenía prisa, así que tembloroso encendió un cigarrillo. Absorbió todo el
humo que pudieron sus pulmones. Su corazón debía bajar de pulsaciones y
necesitaba algo de tiempo. Contempló el cuerpo tendido de Jack. Le sorprendía
lo familiar que le estaba pareciendo su actuación y el poco rechazo que le
producía. Él, que siempre se había tenido por un ser pacífico y se oponía a
cualquier manifestación de violencia, ahora estaba ahí disfrutando del dolor
extremo que le estaba infligiendo a Jack. Además no tenía miedo, más bien se
sentía valiente al ser capaz de enfrentarse solo a ese hombre.
De
repente, aprovechando la inmovilidad de Jack, que permanecía tendido en el
suelo, acertó de pleno con otro golpe, esta vez en la rodilla derecha. Ambos se
miraron, pero los ojos de Jack sólo reflejaban terror, apenas podía respirar a
causa del dolor. A John le gustó que no hubiera sangre. Golpeó con todas sus
fuerzas de nuevo para asegurarse de que ambas rodillas quedaban completamente
destrozadas. Con eso le pareció suficiente, pero en lugar de huir corriendo,
permaneció un rato en aquel apestoso lugar.
Dejo
caer el bate de madera y acercándose lentamente, se agacho y le susurró al oído
lo cabronazo que era, luego le escupió a la cara. Antes de subir la sucia
escalera se giró para saborear su hazaña. Jamás tuvo remordimientos. Nunca se
arrepintió. Ése sería el secreto que jamás confesaría a nadie.
Transcurrió
el tiempo y Nora sintió la necesidad de vivir sola. Sabía que John la
comprendería y aceptaría sin más y así fue como, fiel a sus sentimientos,
alquiló un pequeño apartamento con una gran terraza soleada.
Aunque
ahora no vivieran juntos se sentían
igualmente unidos de una manera natural. Los tres se volvieron inseparables.
Pasaban muchos días juntos pero también respetaban las ausencias que cada uno
necesitaba y utilizaba.
Varios
viajes a lugares lejanos no hicieron más que reforzar la relación. Podían vivir
perfectamente con las rentas de John sin necesidad de trabajar, cosa que a
ellas no las incomodaba nada y a El por otra parte le gustaba. Tiempo era un
regalo que los tres poseían ahora.
El
matrimonio de Sara y Max ya se había deteriorado irreversiblemente, apenas
realizaban actividades juntos y desde luego el sexo era nulo además de dormir
en cuartos separados, simplemente convivían algunos momentos en casa, cuando
coincidían. Max seguía enamoradísimo pero ya había comprendido. Sara se había
alejado tan rápido de él que todavía no entendía nada de su proceso y desde
luego no era fácil de entender para una mente tan rígida como la suya. Nunca
llegaron a divorciarse.
Sus
días transcurrían lenta pero armoniosamente, saboreando cada momento en un no
hacer estando, apartados de lo que para ellos seria, una vida banal y malgastada.
El
frío ya empezaba a ser intenso y los días cortos, a los tres les gustaba el
calor. Después de discutir varias opciones se decidieron por ir a Baja
California en México en busca de sol.
Era
un lugar que siempre habían deseado conocer. Pensaban alquilar una furgoneta y
recorrerla sin prisa. También querían ver ballenas, era una buena época para
ello, pero sobre todo bañarse en el Pacifico. Un día partieron. John odiaba
volar, así que la noche anterior apenas durmió a causa de los nervios. De madrugada,
ya en el aeropuerto, se tomó un tranquilizante y despegaron.
Varias
escalas y llegaron a su destino.
El
calor era intenso y el paisaje medio desértico. Grandes cactus se alzaban a
ambos lados de la estrecha y apenas transitada carretera. Todo era tal como lo
habían imaginado.
Después
de casi una semana conduciendo, encontraron una casa de madera junto al mar que
alquilaron para una temporada, no sabían si seria larga o corta.
La
cuestión era que la casa era perfecta para ellos, sencilla pero muy acogedora,
barata y sin vecinos en una playa pequeña con palmeras y aguas verdosas
cristalinas.
Los
días transcurrían soleadamente entre olas, sábanas, música, libros, risas,
comidas. El pueblo más cercano estaba a media hora de coche y era donde reponían
la comida y sus cosillas de cada día. También allí tomaban alguna que otra
cerveza con la gente local, lo que contribuía a que fueran cada día más
conocidos y apreciados. La libido de John se despertó después de mucho tiempo y
se sació con Lucía. Parecía que las heridas de los tres iban cicatrizándose con
el lento pasar de los días que luego fueron semanas y más tarde meses. Nunca
hablaban de regresar. Las tres habitaciones individuales les permitían mantener
su espacio, la intimidad de cada uno. El no pasar nada seguía siendo su vida.
Un perro apareció un día y se quedó, lo llamaron Salmón por su color. Una moto
todoterreno azul fue comprada por John después de regatear media hora. No tenía
ni idea de motores pero tenía buena pinta. Ahora ya no dependían de un solo
vehículo.
Eran
alrededor de las cuatro de la tarde cuando, después de un largo y divertido
baño con olas grandes que al acercarse lentamente por la arena blanca hacia
donde descansaba John, bajo una palmera, lo vieron con una camiseta blanca aplastada en su
frente llena de sangre.
Un
enorme coco de la palmera bajo la que se había cobijado del sol se había
desprendido y le había golpeado directamente en la cabeza. Lo llevaron al
dispensario donde una linda y simpática doctora lo cosió y vendo.
Desde
luego se habían llevado un buen susto y John un dolor de cabeza de varios días.
Ya
sin vendajes pensó que sería bueno ir al dispensario con la excusa de dar las
gracias y ver si ya podían sacarle los puntos así volvería a ver a la
encantadora doctora.
Puso
en marcha su moto. No llevar casco le gustaba, notaba más la velocidad.
Era
una recta que le permitía ver muy bien como un coche VW cucaracha amarillo se
aproximaba hacia él mientras pensaba cuantas cosas le habían sucedido en tan
poco tiempo y que feliz se sentía ahora.
Cuando
ya se iban a cruzar, en una fracción de segundos el coche invadió el carril de
John y el impacto frontal lo hizo volar 5 metros.
Abandono
este mundo al instante sin sentir nada. Se había fracturado el cuello.
Fue
después de la incineración de John cuando Sara y Nora supieron que la
conductora del coche se había distraído mirando su teléfono móvil y sin darse
cuenta paso al otro carril y chocar con John.
No
arrojaron las cenizas al mar ni cosas de ésas, querían que permaneciera de
alguna manera junto a ellas.
No
sabían dónde guardarlas, finalmente las metieron en un bote de cristal
transparente donde antes guardaban
galletas y así se quedaron con El en la cocina.
Ahora
estaban las dos solas y no deseaban regresar.
Ya
habían llorado, dormido, comido, paseado, leído, nadado, hablado, rezado,
mirado, pensado, sufrido lo suficiente como para empezar a hacerse la idea de
que John no regresaría jamás de donde se fue.
Dos
años más tarde Nora tuvo un bebé, lo mismo ocurrió con Sara algo después.
Fueron dos varones: Tomas y Jerónimo. Nunca se casaron ni vivieron con ningún
hombre. Todavía viven en Baja California, México.
Siguen
buscando a John volando por el cielo.
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